Los
primeros que repararon en mí, fueron dos niños que jugaban honradamente en la
calle con cuatro trapos bien atados.
Estaba prudentemente escondida tras unos
matorrales a la espera de que cayera la noche para poder salir a por algo de
comida sin ser vista, pero aquellos dos hermanos se interpusieron en mi
objetivo, cambiándolo a mejor. El pequeño, de unos 8 años llamó a su hermana al
advertir movimiento entre los arbustos y los dos me hallaron minutos después. Para
mi sorpresa no se amedrentaron al verme, me miraron compasivos, ofreciéndome un
plato caliente y un techo donde pasar la noche, ¿y como no aceptar la
amabilidad de dos niños que me ofrecieron su ayuda con buena intención?
Me llevaron a un edificio ruinoso que no fui
capaz de reconocer hasta hallarme en su interior, Me habían hospedado en su
casa, que dos siglos después sería la de mis abuelos maternos.
En poco
tiempo les cogí cariño, Escolástica y Roque eran sus nombres, que no tardaría
en aprenderme pues su madre los había
llamado intencionadamente como a los patrones del pueblo: San Roque y Santa
Escolástica.
Escolástica era 4 años mayor que su hermano y
parecía ocuparse de las labores de la casa con mucha maña, me tendió un plato
de gachas que acepte de buena gana, a pesar de que nunca antes me había
atrevido a probarlas, tonta de mí.
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